Y ahora creo que no me equivoco al afirmar que
el motivo por el que los
idealistas suponen que todo lo que es debe formar parte inseparable de alguna
experiencia, es que suponen que al menos algunas cosas son aspectos inseparables de su
experiencia. Y no hay nada ciertamente de lo que estén tan firmemente convencidos que
es un aspecto inseparable de su experiencia como lo que llaman el contenido de sus
ideas y sensaciones. Si eso, por lo tanto, se pone de manifiesto en todos los casos, tanto
si es el contenido como si no, para que se trate al menos de un aspecto no inseparable de
la experiencia,
tendrá que admitirse que nada más que lo que experimentamos es dicho
aspecto inseparable.
Pero si nunca experimentamos nada que no sea un aspecto
inseparable de esa experiencia, ¿cómo podemos inferir que una cosa cualquiera, y
menos aún todas las cosas, es un aspecto inseparable de alguna experiencia? Se
muestra con claridad meridiana cuán absolutamente infundado es el supuesto de que
“esse es percipi”.
Pero además creo que puede verse que si el objeto de la sensación de un idealista
no fuera , como supone, el objeto sino solamente el contenido de esa sensación, es decir,
si realmente fuera un aspecto inseparable de su experiencia, ningún idealista podría ser
consciente nunca ni de sí mismo ni de cualquier otra cosa real. Porque
la relación de una
sensación con su objeto es, ciertamente, la misma que la de cualquier otro tipo de
experiencia con su objeto; y creo que es admitido por todos, incluso por los idealistas, lo
siguiente: afirman de buena gana tanto que lo que se juzga, piensa o percibe es el
contenido de ese juicio, pensamiento o percepción, como que lo azul es el contenido de
la sensación de azul. Pero, si es así, entonces, cuando un idealista piensa que es
consciente de sí mismo o de algún otro, no puede ocurrir eso. El hecho es, según su
propia teoría,
que él mismo y esa otra persona son en realidad meros contenidos de una
consciencia, que no es consciente de nada en absoluto. Lo único que puede decirse es
que en él hay una consciencia con un cierto contenido: nunca puede ser verdad que haya
en él una conciencia de alguna cosa.
Y, de forma parecida, nunca es consciente tampoco
del hecho de que existe o de que la realidad es espiritual. El hecho real que describe en
esos términos es que su existencia y la espiritualidad de la realidad son contenidos de
una consciencia, la que no es consciente de nada –desde luego, por lo tanto, no de su
propio contenido.
Y además, si todo de lo que cree ser consciente es realmente sólo un contenido
de su propia experiencia, ciertamente no tiene motivo alguno para afirmar que existe
algo excepto él mismo: desde luego, sería posible que existiese otra persona; no tiene
por qué ser necesariamente cierto el solipsismo;
pero posiblemente no pueda deducir de
sus presupuestos que no lo sea. Desde luego, se seguirá de su premisa que, existiendo él
mismo, muchas cosas serán contenidos de su experiencia. Pero entonces todo de lo que
él mismo cree ser consciente es en realidad solamente un aspecto inseparable de dicha
consciencia;
esta premisa no permite inferir que existe en absoluto alguno de esos
contenidos, y menos aún alguna otra conciencia, salvo como un aspecto inseparable de
su consciencia, o sea, como parte de sí mismo.
Éstas, y no las que él pretende, son las consecuencias que se siguen del
presupuesto del idealista según el cual el objeto de una experiencia es en realidad
solamente un contenido o aspecto inseparable de esa experiencia. Por otro lado, si
claramente reconocemos la naturaleza de esa relación peculiar que he llamado
“consciencia de algo”; si vemos que ésta está implícita igualmente en el análisis de toda
experiencia –desde la sensación más elemental a la percepción o reflexión más
elaborada, y que ésta es efectivamente el único elemento esencial en una experiencia- lo
único que es tanto común a todas las experiencias como peculiar de todas ellas (lo único
que nos da motivo para llamar mental un hecho); si, además, reconocemos que esta
consciencia es y debe ser en todos los casos de una naturaleza tal que su objeto, cuando
somos conscientes de él, es exactamente igual como sería si no fuésemos conscientes:
entonces,
surge con claridad que la existencia de una mesa en el espacio se relaciona
con mi experiencia de ella exactamente de la misma forma en que la existencia de mi
propia experiencia se relaciona con mi experiencia de aquélla. Meramente somos
conscientes de ambas cosas: si somos conscientes de que uno existe, lo somos
exactamente en el mismo sentido de que lo otro existe; y si es verdad que mi
experiencia puede existir, incluso cuando no sea consciente de su existencia, tenemos
exactamente el mismo motivo para suponer que la mesa puede hacerlo también. Por
consiguiente, cuando Berkeley suponía que la única cosa de la que soy directamente
consciente son mis propias sensaciones e ideas, suponía algo falso: y
cuando Kant
supuso que la objetividad de las cosas en el espacio consistía en el hecho de que eran
“representaciones”7 que tienen con uno una relación diferente de la que las mismas
“representaciones” tienen con otro en la experiencia subjetiva, estaba suponiendo algo
igualmente falso. Yo soy tan consciente directamente de la existencia de las cosas
materiales en el espacio como de mis propias sensaciones, y aquello de lo que soy
consciente con respecto a ambas es exactamente lo mismo –a saber, que en el primer
caso la cosa material y en el segundo mi sensación existen realmente. La pregunta que
hay que hacerse sobre las cosas materiales, por tanto, no es: ¿qué motivo tenemos para
suponer que existe algo que corresponda a nuestras sensaciones?
Sino: ¿qué motivo
tenemos para suponer que no existen las cosas materiales, ya que su existencia tiene
exactamente la misma evidencia que la de nuestras sensaciones? Puede resultar falso
que aquéllas existan; pero, si hay una razón para dudar de la existencia de la materia,
que resulta ser un aspecto inseparable de nuestra experiencia, esa misma razón
demostraría concluyentemente que nuestra experiencia tampoco existe, ya que también
debe ser un aspecto inseparable de nuestra experiencia de aquélla. La única alternativa
razonable a admitir que la materia existe tanto como el espíritu es el escepticismo
absoluto –que es igual de plausible que exista algo como que no exista nada en
absoluto. Las demás suposiciones (la agnóstica, que existe algo en todo caso, tanto
como la idealista,
que existe el espíritu) son, si no tenemos ningún motivo para creer en
la materia, tan carentes de base como las más burdas supersticiones.